Una tarde inolvidable en Purmamarca

Caminar por las calles de Purmamarca es como entrar a una postal viva del norte argentino. El aire es seco, el sol rebota contra las montañas de colores y cada rincón parece detenido en el tiempo. Las casitas de adobe, las ferias de artesanías, los aromas a maíz tostado y queso de cabra te envuelven apenas bajás del vehículo.

Pero lo que realmente emociona es levantar la vista y encontrarse con el Cerro de los Siete Colores. Parece pintado a mano, como si alguien hubiera decidido mostrar la paleta completa de la tierra en un solo lugar. Los tonos rojizos, verdes, ocres y lilas se mezclan sin lógica, pero con una armonía perfecta. Y cuando baja el sol, el espectáculo se transforma: las sombras juegan con las formas del cerro y el paisaje cobra otra dimensión.

Algunos visitantes suben al mirador para ver el pueblo desde arriba. Otros prefieren quedarse en la plaza principal, tomar un mate o un café de algarroba, y simplemente observar. Porque en Purmamarca no hace falta correr. Todo invita a frenar y mirar. A escuchar los silencios. A sentir que, por un rato, estás en otro mundo.